Tres nuevos y lamentables hechos de violencia y sangre se registraron durante el más reciente fin de semana; uno de ellos involucrando a la Policía Nacional que es justamente la llamada a controlar la violencia, garantizar la vida e integridad física de los colombianos y asegurar el orden público en el territorio.
No son menos grave los otros dos episodios que corrieron por cuenta del aparato sicarial asociado al narcotráfico, en una nueva oleada de aparente ajuste de cuentas, como en principio parecen indicar los móviles que manejan las autoridades. Sobre todo porque no se puede validar una especie de control sumarial del delito mediante la eliminación selectiva del enemigo, como parece venir aconteciendo con cada uno de estos casos de asesinatos a manos del sicariato que propina golpes certeros cada cuanto tiempo, otorgando treguas para bajar la presión social y de las autoridades que intentan dar resultados tras la efervescencia de los acontecimientos, pero que luego de retornar la calma y las aguas mansas, baja la guardia y se relaja hasta el siguiente golpe.
Las autoridades deben procurar lograr resultados satisfactorios e inmediatos de estos dos nuevos crímenes a la mayor brevedad posible, para que no se siga legitimando el tabú entre la comunidad, según la cual, esclarecer un hecho de sicariato en San Andrés, se ha vuelto en un imposible para las autoridades, no obstante la gran cantidad de uniformados con toda una gigantesca estructura de recursos humanos, tecnológicos y vehiculares que parecen no ser suficientes para neutralizar el accionar del crimen organizado en escasos 27 kilómetros cuadrados de territorio insular.
No se puede esperar hasta el siguiente accionar del aparato sicarial para de nuevo tomar medidas extraordinarias, movilizar a los altos mandos militares y de las políticas de seguridad para restituir confianza en la población, por que justamente el mayor efecto devastador que causan este tipo de crímenes en la población es el de desolación en inseguridad de no saber cuándo un ataque del crimen va a tocar su puerta, a dañar su hogar, sus familias, vecinos, amigos o va a tocar a en su humanidad a ese ciudadano, por efecto colateral de quienes en forma indiscriminada atacan sin importar a quienes se llevan por delante en su propósito de ajusticiar a su ‘blanco’.
Pero regresando al episodio de enfrentamiento Policía –Comunidad, urge en primera instancia que la propia autoridad, bien sea al interior con sus procedimientos disciplinarios, o con la imparcialidad que deben suponer los demás entes investigativos, entreguen de manera confiable e imparcial, claridad sobre las responsabilidades en la muerte de un joven de 23 años de edad, a quien de alguna manera se le aplicó ‘la pena de muerte’ a pesar de estar prescrita por nuestra Constitución Política, bien por estar en el lugar equivocado o por estar participando de los hechos que generaron el enfrentamiento, pero que para nada ameritaban el exceso de fuerza que dice la comunidad que se habría presentado. Y de tales hechos tendrán que responder el o la, los o las responsables, bien con la destitución, la cárcel y la indemnización a la familia de la víctima.
Lo otro es que la sociedad también tiene una responsabilidad enorme en los hechos y no puede justificarse en el exceso o abuso de la fuerza pública, porque su comportamiento violento e irrespetuoso de la Ley y la autoridad, fue justamente la que originó los hechos que desencadenaron en el deceso del joven.
No puede volverse cultural que la sociedad se crea con el derecho de violentar a sus congéneres con ruidosos aparatos de música en competencia por quien más ruido emita sin la más mínima consideración por la tranquilidad de vecinos, mujeres, niños y ancianos; que además crean por aquello de la cultura del ‘Bobyland’ que la autoridad policial no les merezca respeto y que deban ser atendidos sus requerimientos con negativa o displicencia y que los reciban a piedra o machete, y que producto de ello no tengan ninguna consecuencia.
De lo ocurrido el domingo de Las Madres y que terminó lamentablemente con la vida de un joven en retoño son tan culpables los uniformados que dispararon como los civiles que detonaron el episodio de violencia. Si a estos últimos no los alcanza la justicia humana, por lo menos que su conciencia y la justicia divina les cargue las penas de una vida que se perdió en la flor de su juventud.
Por eso es tan necesario que se investigue y se castiguen estas muertes, como también es necesario que se promueva una verdadera cultura de la legalidad, del respeto a la autoridad, para así evitar que la delincuencia, tanto organizada como común, aprovechen esas grietas por las que se resquebraja la legitimidad de la autoridad para garantizarnos de verdad la integridad física y moral a que tenemos derecho todos los colombianos.